
A pesar de haber transcurrido cincuenta y siete años desde que en el 1962 fueron celebradas las primeras elecciones después de la caída de la dictadura trujillista, en nuestro país nadie ha sido condenado por la comisión de un delito electoral.
Por lo tanto, si tomamos en consideración que desde entonces se han producido miles de violaciones a la ley electoral, podemos concluir en que la impunidad de los delitos electorales solo es comparable con la de la corrupción administrativa.
Los violadores de las elecciones del 2012 y de las recientes primarias del Partido de la Liberación Dominicana son tantos que de haber sido procesados las cárceles y el Tribunal Superior Electoral hubieran colapsado.
Estas transgresiones a las normas electorales se reflejan en informe de The Electoral Integrity Project, de las universidades de Sydney y de Harvard, correspondiente al cursante año 2019, que sitúa a la República Dominicana en el lugar 25 de América en integridad electoral, solo por encima de Venezuela, Honduras, Nicaragua y Haití, respectivamente.
La definición del Diccionario Electoral del IIDH establece que los delitos electorales son “aquellas acciones u omisiones, atentatorias contra los principios que han de regir un sistema electoral en un Estado democrático que por su propio carácter peculiar, son definidas y castigadas, por lo general, no en el código penal, sino en la propia ley electoral”.
No obstante haber estado contemplados siempre en las normas, los delitos electorales han sido letras muertas, debido a la falta de interés de su percusión mostrada por la comunidad política.
Sin embargo, la nueva Ley Orgánica del Régimen Electoral contempla, en su artículo 289, la creación de una Procuraduría Especializada para la Investigación y Persecución de los Crímenes y Delitos Electorales, la cual se regirá según las disposiciones de la Ley Orgánica del Ministerio Público.
En ese sentido, es pertinente dejar claramente establecido que el referido organismo carece de la independencia necesaria para perseguir los crímenes y delitos electorales al margen del interés del partido de gobierno, tomando en consideración que de conformidad con el artículo 53 de la señalada Ley No. 133-11, las procuradurías especializadas son órganos complementarios de la Dirección General de Persecución del Ministerio Público, creados por el Consejo Superior del Ministerio Público y sujetos a la dirección, coordinación y supervisión directa del Director General de Persecución, los cuales están a cargo de procuradores generales de Corte de Apelación, con alcance nacional o regional, en atención a la complejidad de los casos, la vulnerabilidad de las víctimas, el interés público comprometido o las prioridades institucionales.
Tal y como sostiene la Enciclopedia Electoral ACE: “En la mayoría de los países, el fiscal es un empleado del gobierno o un funcionario elegido. (Si se elige al fiscal, podría ser inherentemente más susceptible a la opinión pública e incluso al contexto político de los casos). El fiscal tiene discrecionalidad considerable para determinar qué casos enjuiciar, de manera que su abuso podría provocar dudas acerca la integridad del proceso para el cumplimiento de la ley”.
Como se ha podido apreciar, la figura del Fiscal Electoral, carente de autonomía e independencia, es una trampa para la oposición, a quien en lugar de su puesta en vigencia, le conviene que permanezca como otra letra muerta de la Ley Orgánica del Régimen Electoral.
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