Opinión

¿QUIÉN MATÓ A QUIÉN?

Tras el vil y cobarde asesinato del candidato a la Presidencia de la República de Ecuador, Fernando Villavicencio, creo que es apropiado decir que no existe un solo ciudadano de bien que no se encuentre consternado con la dramática situación que se vive en el país de la “mitad del mundo”. Alguien decía, muy acertadamente, que ya no nos sentimos ciudadanos, sino rehenes de las mafias que invadieron nuestro país. Y es que, aparentemente, esta ha sido la gota que derramó el vaso, hemos cruzado la última frontera, el punto de no retorno.

Ante tan atroz acontecimiento, el muy debilitado gobierno del Presidente Guillermo Lasso ha reaccionado como ya nos tiene acostumbrados: con un débil y fútil Decreto de Estado de Excepción, sin medidas correctivas, ni soluciones concretas, sumado a otra resolución, en mi concepto aún más irrelevante, dadas las circunstancias, decretando tres días de luto nacional. Saludos a la bandera y condolencias que en nada reparan el dolor, ni de las víctimas, ni de sus familiares, ni de ninguno de los ciudadanos que nos vemos indefensos e impotentes ante tanto horror que se vive día a día en nuestra cotidianidad. La situación se les salió de las manos, lo saben y lo sabemos.

Frente a este último acontecimiento, todos nos encontramos, bien por degeneración profesional, bien por encontrarle sentido a lo sufrido, elucubrando teorías y preguntándonos, como tantas veces lo hemos hecho, quién ha sido responsable de esta muerte que enluta nuevamente a nuestro territorio y nuestros corazones. ¿Son nuestras pugnas y diferencias políticas razón suficiente para manchar de sangre a nuestra agonizante democracia? ¿Puede el odio ideológico devaluar la vida humana al nivel de mercancía común?

Y es que, ante la crisis, siempre tendemos a tratar de poner la responsabilidad en manos del “otro”. Pero ¿estamos haciendo la pregunta correcta? ¿Sinceramente podemos adjudicar la responsabilidad de todo lo que está sucediendo a un tercero? ¿Es que no hemos sido impávidos espectadores de la lenta agonía de nuestra democracia?

Yo quiero ahora hacer otras preguntas: Cuando se nos presentó el vulgar autoritarismo ¿no le abrimos la puerta de nuestro hogar y le permitimos hacer lo que quiso a título de “acabar con la partidocracia”? Cuando se atropelló pública y groseramente a la libertad de expresión, a la libertad de prensa, a la libertad de opinión y a la disidencia ¿cuántos ecuatorianos no solo no hicieron nada, sino que hasta lo celebraron? Cuando los primos, los hermanos, los cuñados, los esposos, los hijos, los amigos y más allegados se llevaron en peso nuestros recursos y mancillaron nuestro honor ¿acaso levantamos nuestra voz de rechazo o mantuvimos el silencio cómplice y cobarde? Cuando nos pusieron de candidatos a bailarines, payasos, futbolistas, faranduleros, estrellas de reality shows, funcionarios censurados y abiertamente corruptos, y más gente sin preparación alguna ¿no fuimos nosotros quienes votamos por ellos para que accedieran a los más altos cargos de poder?

Vamos más allá: ¿no muere la institucionalidad cada vez que cada uno de nosotros irrespeta la ley sin consecuencias? ¿No muere la democracia cada vez que se ofrece o se acepta una coima por cualquier razón y por cualquier monto? ¿No muere nuestra convivencia pacífica cada vez que atropellamos los derechos de nuestros conciudadanos, cuando nos creemos más “vivos” que el de al lado, cuando no respetamos una simple fila, cuando buscamos hundir al otro para brillar más nosotros, cuando denigramos al que creemos es inferior a nosotros, cuando dejamos caer al desvalido, cuando no ayudamos a nuestro prójimo, cuando irrespetamos a nuestros policías, cuando agredimos a nuestros niños, mujeres, padres, abuelos o al que pase por nuestro lado simplemente porque nos creemos superiores… cuando ni siquiera somos capaces de saludar a nuestro vecino?

Si la democracia es el poder del pueblo, si se construye entre todos, si somos los dueños de nuestro destino, cómo podemos mirar impávidos mientras un hombre agrede a una mujer, mientras al desafortunado que está a mi lado lo asaltan y yo solo cuido que no me asalten a mí, cuando veo a alguien infringir la ley, en lo más sencillo o en lo más complejo, y no hago nada, cuando vivimos en el “dejar hacer, dejar pasar”, mientras no me pase a mí, por supuesto… Lo lamento, pero todo esto, en cualquier parte del mundo, se llama complicidad.

¿No es así como mataron a Martha, ante la mirada espectadora de decenas de testigos que prefirieron grabar el suceso en sus celulares? ¿No es así como vemos todos los asaltos que se producen a diario? ¿No vemos cientos de videos desde distintos ángulos en que se ve a un delincuente rodeado de cientos de personas que se convierten en simples reporteros de los hechos para sus redes sociales, en lugar de intentar impedir el hecho? ¿No hemos sido simples espectadores de los asesinatos de Quinto, de Fausto, de María Belén, de Agustín, de Jorge, de Karina, de Alex, de Efraín, de Harrison, de Patricio, de María José, de Marina, de Benigno, de César, de Derly, de “El León”, de Nayeli, de Denisse, de Yuliana, de los “viejitos” que caminaban por la calle, del vecino, de la vecina…?

Una larga lista de etcéteras se me viene a la mente, infinidad de circunstancias en que hemos sido espectadores, silentes y cómplices mientras vemos a nuestro país caer a pique, mientras nos conformamos con echar la culpa al gobierno, al anterior gobierno, a la policía, a los militares, al político, al rico, al pobre, al migrante, al del otro partido, al del otro equipo… ¡No, señores! La próxima vez que se pregunten ¿quién mató a quién?, quizás la respuesta esté en el espejo: finalmente, al Ecuador lo mató nuestra indolencia.

Por Patricia De Guzmán Valdivieso

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